Soy Isel

¿Al escribir esto estaba confundida?

¡Por supuesto! Maravillosamente confundida y también, feliz y tranquila como nunca antes.

Por primera vez, me cuestionaba la necesidad de saber exactamente qué me definía, de tener una única denominación, un papel específico que representar. Al marcar esos puntos suspensivos pude ver el infinito horizonte de posibilidades en el que por fin me sentía a gusto. No tenía por qué seguir buscando una autopista recta que me llevara sin paradas hacia un lugar desconocido, cuando los senderos cercanos me invitaban a disfrutar de la totalidad.

Por supuesto, esto no ocurrió un día cualquiera, ni porque sí. Ya había intentado cruzar muchos puentes y tomar muchos atajos. Me había perdido y encontrado unas cuantas veces.

¿Me acompañas y te lo cuento?

De jovencita armé mi vida como quien levanta una torre sólida con cimientos muy fuertes. Un grado universitario como periodista, un piso propio, un matrimonio y una carrera que avanzaba llena de triunfos. Todo era correr, hacer, hacer y hacer, sin poder detenerme a pensar sobre aquello que hacía y por qué lo hacía.

Pasaron más de 20 años y lo que comenzó como el sueño de escribir, una misión de comunicar, se fue transformando en un remolino que me robaba la alegría, el compromiso y hasta la salud.

Aparecieron grietas en mis ilusiones y me fui quebrando de a poco, hasta que terminé por desarmar mi propia vida, empacar lo poco que me quedaba en un par de maletas y traerlas a más de ocho mil kilómetros de distancia de lo que, por más de cuarenta años, fue mi hogar. Un viaje sin escalas Bogotá-Madrid.

Crucé el Atlántico buscando refugio en los terrenos conocidos y seguros de las palabras para luego darme cuenta de que no me bastaba con escribir. Mis manos volaban tras las texturas y mis ojos se embriagaban de colores. Mi alma pedía a gritos expresarse de mil maneras diferentes. En ese momento no supe escucharla.

Había roto mi vida en mil pedazos y me había quedado contemplando durante un tiempo los trozos dispersos por este suelo extranjero y a la vez tan familiar. Lentamente, como quien recupera el aliento después de haber saltado un precipicio, tomé, uno a uno, cada pedazo; los limpié y pulí, los separé y clasifiqué… Aunque limpios y ordenados seguían siendo trozos.

Con la única seguridad de no querer regresar al mundo de los grandes medios de comunicación, llegó el invierno y con él mi primera idea emprendedora: El ganchillo, pero terminé enredada entre lanas y mercadillos navideños donde no sentía que ofreciera algo que naciera realmente de mí.

Al despuntar la primavera y loca de ganas de sol y luz, salí a hacer mosaicos. Enamorada del trencadís, partí baldosas, pulí cristales, esparcí cemento y pensé que ahí, entre palas y tenazas por fin encontraba la dirección correcta para encaminar mi creatividad.

Otro invierno cayó y de nuevo me recogí en las palabras, esta vez entrevistando escritores y publicando, a modo de colaboración, en diferentes revistas digitales. En el fondo, sabía que ya había recorrido ese camino y no me apetecía andar de nuevo sobre mis propias huellas.

Como una arqueóloga, con la llegada de cada estación, desenterraba las cosas que amaba y que llenaban, aunque fuera temporalmente, ese vacío que sentía dentro. Al retirar la tierra que las cubría, aparecían mis raíces, las huellas de mis antepasados, sobre todo, de las mujeres de mi familia que me moldearon, que me enseñaron a amar lo sencillo, lo bello.

Seguí excavando más profundo, buscando respuestas, cuando lo que realmente necesitaba era hacerme las preguntas correctas. Volcar mi mirada hacia adentro.  Lo único que quería y pedía era regresar al yoga y la meditación: mi verdadero sostén, el único lugar donde empezar a descubrirme.

Mientras recuperaba la conexión con mi cuerpo y mi alma, fueron apareciendo el gran reto de la acuarela, el arte textil del bordado, la cerámica… Seguía andando caminos de herradura y senderos escarpados, aprendiendo técnicas y acumulando “experimentos”.

Pisaba terrenos nuevos pero la búsqueda era la misma. Un día, a finales de otra primavera, caminando por Madrid, vi en un viejo local, un cartel que invitaba a un curso de encuadernación artesanal.  El alma me dio un vuelco. Cartones, papeles, telas, hilos… Todo eso me había hecho muy feliz de niña, cuando pasaba unos días de vacaciones en el taller de encuadernación de mi tía.  Con una enorme ilusión comencé a armar libretas, pero sobre todo comencé a armarme yo misma de nuevo en las páginas de esos cuadernos donde podían, por fin, habitar e interactuar todas mis piezas quebradas, esas mismas posibilidades que se desplegaron ante mis ojos al hacerme una pequeña pregunta: ¿y si solo soy eso?

Entonces me hice otra pregunta ¿Y si soy “todo” eso? Y otra, o si simplemente, ¿yo soy?

De tanto romper, rompí hasta mi nombre, de Isabel pasé a llamarme Isel y comencé la creación de mi nuevo universo poblado de Artemusas y Creaturas.

Las Artemusas son seres que se dejan sorprender por la infinita capacidad humana de imaginar nuevas maneras de expresar su presencia en el mundo. A las Creaturas no les basta la vida común, caminan y se detienen, descubren que lo que ven fuera es lo mismo que llevan dentro y eso no deja de asombrarlas y enamorarlas del enorme misterio de universo.

Tanto Artemusas como Creaturas son seres que viven en constante transformación. Se reinventan para sentir con más fuerza la vida, disfrutan cada paso, cada curva en el camino, cada bifurcación y caminan por el inmenso placer de hacerlo.

Aquí estoy, orgullosa de este mapa dibujado siguiendo únicamente a mi corazón. Artemusas y Creaturas, este lugar donde ahora te encuentras, es mi diario creativo, el rincón donde quiero compartir cada búsqueda, cada pista, cada huella, cada error convertido en acierto, cada avance, cada pausa. Abro las puertas de este lugar de paso o de morada permanente para quienes quieren compañía en su búsqueda creativa, porque si de algo estoy convencida hoy, es de que el camino creativo es un camino personal pero no tiene por qué ser solitario.